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ESPACIOS PARA LA SOLEDAD, LA EPIDEMIA DEL SIGLO XXI

by Carlos Arcos Jácome

carlos794david@hotmail.com



“Fui a los bosques porque quería vivir solo, deliberadamente, para afrontar los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que tenía que enseñar y no descubrir, a la hora de la muerte, que no había vivido”.


Estas son las palabras de Henry David Thoreau, escritor y filósofo estadounidense que se embarcó en el experimento de vivir en profunda soledad durante dos años y dos meses de su vida. Durante este tiempo de aislamiento, entre tantas cosas, escribió la mayor parte del libro, “Walden, la vida en los bosques”. Todo esto, habitando una austera casa que había construido en medio del bosque, alejado a más de un kilómetro de distancia de cualquier contacto humano.


Así como Thoreau, otros tantos icónicos personajes de la historia, especialmente escritores, han demostrado la importancia de la soledad para lograr ensimismarse y permitirse esa sensación única que nos devuelve a nuestros propios orígenes. Espacios y momentos exclusivos para plasmar nuestra voz interior y simplemente detenerse a reflexionar. De esta forma hemos ido, a lo largo de la historia, romantizando la soledad. Sin embargo, es necesario cuestionarse si esta “soledad elegida”, vivida por parte de quien dedica su tiempo a la escritura o a la lectura, es del todo genuina.


Casa ocupada por Henry Thoreau durante su aislamiento.

Me parece importante mencionar esto, ya que, al final, quien se sienta a escribir sabe que escribe para alguien más, así como quien lee, sabe que recibe las palabras de alguien que ha escrito. Así, por ejemplo, en este momento soy un desconocido que escribe desde muy lejos, esperando ser leído, mientras que tú, a la distancia, lees esto a sabiendas que contiene un mensaje proveniente de un distante desconocido.


Al estar todos conectados por medio de este artefacto tecnológico ahora transformado en una extensión de nuestro ser (llámese teléfono o computador), me pregunto si somos conscientes de que, al comunicarnos por medio de esta “prótesis digital”, contribuimos voluntariamente a la invasión de nuestra intimidad y a una bochornosa búsqueda implícita de afecto, aceptación y compañía. En definitiva, lo que busco dar a entender es que el ser humano es inevitablemente un ser social. Evolutivamente ha sido demostrado que éste siempre buscará agruparse con ejemplares de su misma especie, con el objetivo de crear manadas y, en conjunto, ser más eficientes a la hora de preservar su existencia.


Ante las evidencias, es vital dejar claro que la soledad es un estado pasajero que responde a las circunstancias que en determinado momento nos afligen, es decir que no se trata de un adjetivo permanente del ser. Más bien, podría entenderse al ser humano como lo describe Luis Campos Martínez, es decir, un ser que, gracias a sus facultades comunicativas se constituye en “persona”. Es su forma de proyectarse hacia el mundo, lo que lo permite transmutar de la individualidad a la colectividad. Sin embargo, muchas veces esta relación entre el ser humano y la soledad no es una elección personal, sino que nos es impuesta despiadadamente por la sociedad y la particular época que hoy habitamos.


La soledad como patología es motivo de estudio de muchas disciplinas, incluida la arquitectura que la contextualiza desde los espacios. Tenemos a la perspectiva médica, que ha dedicado especial atención desde inicios del siglo al tratamiento y estudio de la soledad, llegando incluso a denominarla como una “epidemia”. Según la Organización Mundial de la Salud, esto se debe a que el padecimiento prolongado de la misma puede afectar gravemente la salud de quien la sufre. Es innegable que el tratamiento integral de la soledad implica un sin número de aspectos, sin embargo, en esta ocasión (sin el mínimo afán de desprestigiar otras disciplinas), focalizaré este texto en aquellos ámbitos en que el espacio forma parte del problema o de la solución de la bien llamada, “epidemia del siglo XXI”.


Así pues, surge la pregunta ¿Cómo ha actuado la arquitectura ante la “epidemia del siglo XXI”?


Si bien nuestros modos de habitar, así como nuestras características culturales en Latinoamérica aún presentan características favorables en contra de la soledad, es inevitable no recordar lo visto en el anterior artículo, en donde se habló de la vivienda mínima y como esta ha ido evolucionando en el tiempo. Reconocer que varios de los casos presentados, pertenecientes a contextos no tan lejanos, denotaron que aquella vivienda mínima determinaba también la soledad de quien la ocupaba. Un grado de soledad obligatoria, impuesta forzosamente por la mente creativa de algún/a arquitecto/a. El ejemplo más determinante fue el caso de Hong Kong y sus “casas ataúd”. Fríos habitáculos de 1,5m2 fabricados en malla metálica, contenedores de seres humanos anónimos e individualizados por el sistema.


Conjunto cerrado en Bogotá. Fotografía de Juan C. García.

Aunque este refleje una dura realidad difícilmente superable, existen alrededor del mundo ejemplos de realidades igual o más dramáticas. En una sociedad que promueve únicamente el progreso, induciendo a la independencia financiera, al abandono de la familia y de los amigos, con el único propósito de subir en el escalafón social. Uno termina hallándose en entornos en donde no solo el espacio arquitectónico, sino las ciudades enteras, sus leyes y gobernanzas, indiferentes a tantos pesares compartidos, se prestan para acrecentar el problema. Es el caso de ciudades en Japón, México, China, Estados Unidos, etc., en donde la gente vive tan hacinada que los espacios deben hacerse de tal forma que ninguno se vea obligado a tener contacto con el otro y proporcione una ilusión de privacidad, protegiendo de miradas ajenas al habitante. Asimismo, gracias a la promoción de la cultura del miedo, existen también formas de habitar en donde la vivienda se transforma en fortaleza, levantando murallas alrededor de nuestras casas, suponiendo con esto, lograr defender el hogar de los peligros del mundo exterior. No somos capaces de vislumbrar que en medio de urbanizaciones amuralladas que lo tienen todo, con la finalidad de anular la necesidad de salir, terminamos siendo seres cautivos de mundos artificiales en donde se pierde el nombre a cambio de un frío número de serie designado a la caja de hormigón que se habita. Seres a merced de frías edificaciones sentidas más bien como prisiones de sus ansiedades, dramas y nostalgias.


Por otro lado, alejado de la ciudad, tenemos la otra cara de la moneda. Los barrios populares, lugares en donde la calle llega a ser la sala de la casa, el espacio colectivo en donde compartir con el mundo exterior se vuelve imperativo. Estas características arraigadas en el compartir, son tomadas por nuevos modos de habitar en donde la soledad es reemplazada por espacios que promueven el encuentro, fortaleciendo relaciones sociales de todo tipo. El debate está en pie, y cada vez son más los encuentros académicos y profesionales que buscan solventar la necesidad de espacios que promuevan lo colectivo. Se ha hablado de ciudades más abiertas, espacios intermedios, patios compartidos, jardines comunitarios, entre otras tantas estrategias más para promover una mejor calidad de vida. De este modo, la covivienda ha resultado ser una de las mejores alternativas para restablecer el espíritu de comunidad por medio de la arquitectura.


Balcones sociales de Edwin Van Cappelbeen. Imagen realizada por el diseñador.

Existen valiosos ejemplos como el complejo de vivienda Capitol Hill, en donde gracias a una sala común, se promueve su utilización a modo de comedor comunitario, en donde los habitantes del complejo comparten semanalmente sus alimentos. Otro aún más interesante es el caso de los Balcones Sociales de Edwin Van Cappelbeen, diseñador que, ante la falta de interacción humana provocada por los estrechos pasillos y los diminutos balcones, propone el acoplamiento de balcones comunes a la estructura preexistente de la edificación, permitiendo crear espacios de uso compartido. Un último ejemplo que vale la pena mencionar es un edificio referente a nivel mundial, el edificio de cohousing de Elche, es una iniciativa intergeneracional que promueve una vida colaborativa entre ancianos y jóvenes, de tal forma que los jóvenes pueden alquilar, a un precio muy accesible, departamentos de personas de la tercera edad que requieren cuidados y compañía.


El fin de este artículo es evidenciar la enorme responsabilidad que tiene la arquitectura con la sociedad. La potencial fragilidad de la misma, si es que las decisiones sobre cómo proporcionar espacios habitables, siguen repitiéndose bajo los mismos conceptos ya obsoletos. Existe una urgente necesidad de replantearnos los modos de habitar. La sociedad lo ha venido exigiendo desde hace mucho tiempo y hoy más que nunca, en medio de esta crisis que ha agudizado las falencias de la disciplina, es la oportunidad de reflexionar y proporcionar nuevos paradigmas más acordes a nuestra realidad. Y, aunque aún quede mucho por pensar, es importante ser conscientes de este compromiso, de tal forma que, la próxima ocasión que se nos requiera diseñar un espacio, aceptar que esto difícilmente cambiará al mundo, pero muy probablemente mejore el mundo de quien se presenta ante nosotros, con la necesidad de un lugar digno para vivir. Sabernos útiles para la sociedad puede resultar suficiente motivación, si tenemos siempre presente que la calidad de vida de aquel individuo, puede depender de las acertadas decisiones que tomemos.


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